domingo, 6 de enero de 2013

Éxtasis musical de Cioran... y la música incidental...

El gran filósofo rumano Emil Cioran escribe de manera magistral en todos sus libros sobre el tema de la música. Llegó incluso al grado de escribir -él, tan interesado en el suicidio- que no deseaba morir sólo para que las armonías de Mozart no le fueran ajenas nunca.
     En El libro de las quimeras encontramos un fragmento inicial dedicado a la música, y en concreto al éxtasis musical. Es algo que desde hace tiempo quería compartir con los compañeros de este blog, con los musicalizadores que nos leen y con todos los que se paseen por acá atraídos por cierto tema.
    Antes de copiar aquí ese fragmento de Cioran, quiero compartir una breve reflexión en torno a la música incidental. Cioran se refería en su libro sobre todo a la música de Bach y Mozart (incluso hay un documental donde declaró que una de las últimas cosas del mundo que le seguían fascinando eran las composiciones de Bach, de las que dice que son como la historia de la ascensión al paraíso perdido, sin lograr encontrarlo, mientras que de Mozart opina que es "la música oficial del paraíso perdido"). Sin embargo, a quienes entramos a este blog nos conduce el gusto o el misterio por la música incidental, aunque nuestros gustos musicales, como es mi caso, puedan también desde luego incluir a Bach y Mozart, y hasta los compositores contemporáneos más extraños.
     La música incidental de películas o telenovelas, como es el caso que nos congrega más aquí, es sobre todo música interior, subjetiva, que los personajes no escuchan, con lo cual nos volvemos sus cómplices incondicionales. Aunque lo audiovisual apela más que nada al sentido de la vista y del oído, creo con sinceridad que la música incidental ahonda en estos sentidos o hasta abre otros, por ejemplo un subjetivo sentido del olfato, ya que escuchar el leitmotiv o tema personal de cierto personaje es como si lo oliéramos, es como si, al oír su tema (o sus temas, porque hay personajes que tienen más de uno) oliéramos la fragancia, perfume o incluso hedor de un personaje.
     ¿Por qué?
     Porque la música incidental es narrativa: nos narra algo, pero algo inenarrable, algo indecible. Nos narra una presencia, una existencia, el sonido de un acontecimiento, y aquí es cuando la música cumple su gran e insuperable función de contar lo que no se puede contar o explicar, y cuando vuelve el mundo narrado algo subjetivo y personal de cada escucha/espectador.
     ¿Cuántas veces no nos hemos topado con gente que no siente gran cosa ante un tema que a nosotros nos puede incluso obsesionar hasta la locura?
     ¿Cuántas veces nos hemos preguntado cómo ven una escena esas personas que al parecer sólo sienten la función de la música pero son incapaces de reconocer ese mismo tema usado nuevamente?
     Porque aquí está otra de las características tan especiales de la música incidental: es recurrente. Se vuelve con facilidad una obsesión porque la escuchamos repetidas veces, hasta que nos la sabemos de memoria, y aunque en muchísimas ocasiones nunca logremos escuchar el tema completo o libre de los parlamentos de las escenas donde los vemos. La repetición como concepto psicológico, y más psicoanalítico, es muy complejo. Eso es lo que nos ata para siempre a determinados temas.
     Y aquel misterio -calificado muy bien por uno de nuestros compañeros del blog como "obsesión sobrenatural"- de querer poseer por fin un tema que hemos escuchado a lo mejor desde hace veinte años, sin saber quién lo compuso o, como se dijo, cómo prosigue o cómo termina, cómo se llama, de qué obra forma parte si es que no fue en su origen compuesto para esa escena como música incidental.

     Los dejo con el fragmento del Éxtasis musical, con el que varios se sentirán muy identificados, sobre todo en cuanto a LA MÚSICA INTERIOR que llevamos a todos lados, justo como esos personajes que hemos visto, o, como otros dicen, como si se tratara del soundtrack de nuestras vidas.
     Pego antes un video con parte de este texto de Cioran (y con el gran Adagio de Albinoni) que acabo de encontrar en youtube. El fragmento de Cioran lo tomé de esta página. Les recomiendo a todos la aventura de leer el libro completo.


 
 
Éxtasis musical, Emil Cioran, El libro de las quimeras.
 
Siento como que pierdo la materia, que cae mi resistencia física y que me fundo en armonías y ascensiones de melodías interiores. Una sensación difusa y un sentimiento inefable me reducen a una indeterminada suma de vibraciones, de resonancias íntimas y de envolventes sonoridades.
 
Todo cuanto he creído tener en mí de singular, aislado en una soledad material, fijado en una consistencia física y determinado por una estructura rígida, parece haberse resuelto en un ritmo de seductora fascinación y de imperceptible fluidez. ¿Cómo podría describir con palabras el modo como crecen las melodías, en que vibra todo mi cuerpo integrado en una universalidad de vibraciones, evolucionando en fascinantes sinuosidades, en medio de un encanto de aérea irrealidad? En los momentos de musicalidad interior he perdido la atracción de mi pesada materialidad, he perdido la sustancia mineral, esa petrificación que me ata a una fatalidad cósmica, para arrojarme a un espacio de espejismos, sin tener conciencia de su ilusión, y de sueños, sin que me duela su irrealidad. Y nadie podrá entender el hechizo irresistible de las melodías interiores, nadie podrá sentir el arrebato y la placidez a menos que goce de esa irrealidad, que ame el sueño más que la evidencia. El estado musical no es una ilusión, porque ninguna ilusión puede dar una certidumbre de tal amplitud, ni una sensación orgánica de absoluto, de incomparable vivencia, significativa por sí sola y expresiva en su esencia. En esos instantes en que uno resuena en el espacio y el espacio resuena en él, en esos momentos de torrente sonoro, de posesión integral del mundo, sólo puedo preguntarme por qué no seré yo todo este mundo. Nadie ha experimentado con intensidad, con una loca e incomparable intensidad, el sentimiento musical de la existencia, a menos que haya tenido el deseo de esa absoluta exclusividad, a menos que haya sido poseído de un irremediable imperialismo metafísico, cuando deseara la ruptura de todas las fronteras que separan al mundo del yo. El estado musical asocia, en el individuo, el egoísmo absoluto con la mayor de las generosidades. Quieres ser sólo tú, pero no por mor de un orgullo mezquino, sino por una suprema voluntad de unidad, por la ruptura de las barreras de la individuación, no en el sentido de desaparición del individuo sino de desaparición de las condiciones limitativas impuestas por la existencia de este mundo. Quien no haya tenido la sensación de la desaparición del mundo, como realidad limitativa, objetiva y separada, quien no haya tenido la sensación de absorber el mundo durante sus éxtasis musicales, sus trepidaciones y vibraciones, nunca entenderá el significado de esa vivencia en la que todo se reduce a una universalidad sonora, continua, ascensional, que evoluciona hacia lo alto en un placentero caos. ¿Y qué es ese estado musical sino un placentero caos cuyo vértigo es igual a placidez y sus ondulaciones iguales a arrobamientos?
 
Quiero vivir sólo para esos momentos en los que siento toda la existencia como una melodía, todas las heridas de mi ser, cuando todas mis llagas internas, todas las lágrimas no lloradas y todos los presentimientos de felicidad que he tenido bajo los cielos de estío, con eternidades azul celeste, se han juntado y se han hundido en una convergencia de sonidos, en un impulso melodioso y en una cálida y sonora comunión universal.
 
Me cautiva y me vuelve loco de alegría el misterio musical que yace dentro de mí, que proyecta sus reflejos en melodiosas ondulaciones, que me deshace y reduce mi sustancia a puro ritmo. He perdido la sustancialidad, ese irreductible que me daba prominencia y perfil, que me hacía temblar ante el mundo, sentirme abandonado y desamparado, en una soledad de muerte, y he llegado a una dulce y rítmica inmaterialidad, cuando no tiene sentido alguno seguir buscando mi yo porque mi melodización, mi transformación en melodía, en ritmo puro, me ha sacado de la habitual relatividad de la vida.
 
Mi voluntad suprema, mi voluntad persistente, íntima, que me consume y me vacía, sería no recobrarme nunca más de esos estados musicales, vivir en perpetua exaltación, hechizado y enloquecido en medio de una borrachera de melodías, de una embriaguez de divinas sonoridades, ser yo mismo música de esferas, una explosión de vibraciones, un canto cósmico y una elevación en espiral de resonancias. Los cantos de la tristeza dejan de ser ya dolorosos en esta embriaguez y las lágrimas se vuelven ardientes como en el momento de las supremas revelaciones místicas. ¿Cómo puedo olvidar las lágrimas internas de estos estados de placidez? Tendría que morir para no volver nunca más a otros estados. En mi océano interno gotean tantas lágrimas como vibraciones han inmaterializado mi ser. Si muriera ahora, sería el hombre más feliz. He sufrido demasiado para que ciertos tipos de felicidad no me sean insoportables. Y mi felicidad es tan frágil, tan acosada por las llamas, atravesada de torbellinos, de serenidades, de transparencias y de desesperanzas, que todo junto en impulsos melódicos me arroba hasta transportarme a un estado de beatitud de una intensidad bestial y de unicidad demoniaca. No se puede vivir hasta la raíz el sentimiento musical de la existencia si no puede soportarse ese inexpresable temblor, de una extraña profundidad, nervioso, tenso y paroxístico. Temblar hasta allí, hasta donde todo se vuelve éxtasis. Y ese estado no es musical si no es extático.
 
El éxtasis musical implica una vuelta a la identidad, a lo originario, a las raíces primarias de la existencia. En él sólo queda el ritmo puro de la existencia, la corriente inmanente y orgánica de la vida. Oigo la vida. De ahí arrancan todas las revelaciones.
 
 
Sólo en la música y en el amor existe la alegría de morir, el espasmo voluptuoso de sentir que uno muere porque no puede seguir soportando las vibraciones internas. Y nos regocija el pensamiento de una muerte súbita que nos liberara de seguir sobreviviendo a esos momentos. La alegría de morir, que no tiene ninguna relación con la idea y la obsesiva conciencia de la muerte, nace en las grandes experiencias de unicidad, cuando se siente perfectamente que ese estado no volverá más. En la música y en el amor sólo hay sensaciones únicas; uno advierte perfectamente que éstas no podrán volver ya, y lamenta con toda su alma la vida cotidiana a la que se verá abocado después. Qué admirable goce genera la idea de poder morir en tales instantes, de que, por ese hecho, no se ha perdido el instante. Pues el retorno a la existencia cotidiana tras semejantes instantes es una pérdida infinitamente mayor que la extinción definitiva. La pesadumbre por no morir en los momentos culminantes del estado musical y del erótico nos enseña cuánto tenemos que perder viviendo. En el momento en que concibamos la reversibilidad de esos estados, cuando la idea de una posibilidad de revivir penetre en nuestro organismo y cuando la unicidad nos parezca una simple ilusión, no podremos ya hablar de la alegría de morir, sino que volveríamos al sentimiento de la inmanencia de la muerte en la vida, que no hace de ésta sino un camino hacia la muerte. Tendríamos que cultivar los estados únicos, los estados que ya no podemos concebir y sentir como reversibles, para sumergirnos en los placeres de la muerte.
 
La música y el amor no pueden vencer a la muerte porque, en su esencia, tienden a aproximarse a la muerte a medida que ganan en intensidad. Pueden considerarse como armas contra la muerte sólo en las fases menores. Una música suave y un amor tranquilo constituyen medios de lucha contra ella. No existe parentesco entre el amor y la muerte, como tampoco lo hay entre la música y la muerte, sino que la relación entre sí se establece a través de un salto; que puede tratarse tan sólo de una impresión, pero que interiormente no es menos significativa que un salto. ¡El salto erótico y el salto musical a la muerte! El primero nos arroja por lo insoportable de su plenitud; y el segundo, por lo total de sus vibraciones, que quiebran la resistencia de la individualidad. El hecho de que haya algunos hombres que se suiciden ante la imposibilidad de seguir soportando las locuras del amor rehabilita al género humano, tal y como lo rehabilitan las locuras que experimenta el hombre en la vivencia musical. Quien ni entiende ni siente la música es tan criminal como el que no siente que, en tales momentos, podría entregarse al crimen.
 
Todos esos estados sólo tienen valor y expresan una extraordinaria profundidad si conducen a sentir pesar por no morir. Quien a cada momento se sintiera morir a causa de ellos, sería el que alcanzaría el sentimiento más profundo por la vida. Aunque para todos la muerte empieza al compás de la vida, no todos tienen el sentimiento de morir a cada instante.
 
¡Dar sin cesar un salto musical y un salto erótico a la muerte! O derivarlo de tu soledad, que sea la soledad del ser, la soledad última. ¿Cómo pueden existir aún otras soledades distintas a éstas y cómo pueden existir todavía otras tristezas diferentes? ¿Qué sería de mis alegrías sin mis tristezas y de mis lágrimas sin mis tristezas y alegrías? ¿Y qué sería de mi canto sin mis abismos y de mi misión sin mi desesperanza?
 
Maldito sea el momento en que la vida empezó a cobrar forma y a individualizarse; ya que desde entonces empezó la soledad del ser y el dolor de ser solamente tú, de estar abandonado. La vida ha querido afirmarse a través de la individuación; a veces lo ha conseguido, y entonces ha llegado al imperialismo. Otras, no lo ha logrado y, en ese caso, ha llegado a la soledad, aunque, para una visión más profunda, el imperialismo no sea más que una forma por la cual el ser huye de la soledad. Acumulas, conquistas, ganas y luchas para huir de ti, para vencer tu aflicción de que, en el fondo, no existe otra cosa que tú mismo. Porque la soledad es una prueba para la realidad de tu ser, no para la realidad de la vida en general. El sentimiento de soledad crece tanto más cuanto lo hace el sentimiento de irrealidad de la vida. Desde que la vida quiso ser más que una simple potencialidad y se actualizó en los individuos, desde entonces nació el temor a la unicidad y el miedo a estar solo, y el deseo del ser individual de superar ese maldito proceso sólo expresa el querer escapar de la soledad, de la soledad metafísica, en la que te sientes abandonado no sólo en ciertos elementos, sino orgánica y esencialmente, en tu naturaleza. Por ello la soledad cesa de ser un atributo del ser sólo cuando este ser deja ya de existir.